*Música durante la lectura (para sentir mejor el ambiente de este capítulo os recomiendo esta canción de fondo)
Algo vibró en el asiento del coche deportivo conducido por un atractivo moreno. Se detuvo en un semáforo, cogiendo el teléfono móvil que tenía detrás de su espalda. Un número desconocido estaba llamado a su amigo que recién tomó su vuelo destino Londres. Quizás es él buscando su teléfono, pensó dando al botón de contestar.
— ¿Michael? — dijo una dulce voz femenina al otro lado de la línea.
— Sí… — no sabía por qué había contestado eso, y aunque todavía estaba a tiempo para retractarse, no lo hizo.
— Soy Ava, me diste tu teléfono ayer por la noche y… nos acabamos de ver esta mañana en el cruce.
— Aah… ya sé, estaba esperando tu llamada, — continuaba el moreno siguiendo un juego cuyas consecuencias reales no asumía. — ¿Cómo estás? — preguntó, teniendo claro que conocía lo suficientemente a Sommer, a ese alguien acostumbrado a cambiar de mujeres sin pensarlo dos veces y al que no le importaría compartir otro de sus caprichos con un buen amigo. — O mira… mejor me lo cuentas en persona, te invito a cenar esta noche y no acepto un “no” por respuesta.
«…siguiendo un juego cuyas consecuencias reales no asumía.»
Las cosas iban de una forma tan rápida e impredecible, que a ella ni siquiera le daba tiempo asimilarlas en su cabeza, pero ese miedo de volver a perderlo sin todavía tenerlo, hizo que aceptase su propuesta como si estuviera bajo efecto de una hipnosis. Concretando un punto de encuentro, colgó el teléfono y empezó a volver a la realidad poco a poco. Aún entendiendo que no sabía nada de su ya cita de aquella noche, se borraron todas las posibles trabas que hacían su decisión irracional. A pesar de esa despreocupación, tenía una extraña sensación que no podía explicar. La espontaneidad de aquella llamada no le permitió imaginar cómo sería esa conversación, las palabras que él pronunciaría, cómo sonaría su voz… tenía un sentimiento confuso en su interior — su corazón le decía lo que la mente consiente todavía era incapaz de interpretar.
«…tenía un sentimiento confuso en su interior — su corazón le decía lo que la mente consiente todavía era incapaz de interpretar.»
Agarró una sinuosa botella diseñada por René Ott, quien casi hace 100 años encontró la inspiración en las ondulantes colinas de las Côtes de Provence para almacenar la “bebida de los dioses”, y vertió en una delicada copa de cristal el pálido “elixir” de tonalidades rosadas y dorados reflejos, que le recordaban los atardeceres más bonitos, de esos en los que puedes respirar la tranquilidad. Brindaba con ella misma por el ansiado encuentro que todavía no había tenido lugar. Un encuentro de verdad. Ese fino y sutil sabor de Ott, fruto del perfecto equilibrio entre garnacha, cinsault, syrah y mourvèdre, le sabía a Mediterráneo, y la transportaba a los campos de lavanda y a las rocosas calas rodeadas de agua cristalina, que bajo el reluciente sol deslumbraba como el diamante más puro; le sabía a las reuniones con sus amigos en las que el sonido de las risas se perdía entre la melodía del saxofón.
Mientras la joven seguía degustando las suaves notas cítricas con toque de flores silvestres envueltas en especias de aquel rosé nacido en el Château de Selle, un Boeing sobrevolaba Francia. El nórdico ya se había percatado de la pequeña pérdida que bajo su punto de vista tenía una fácil solución. Se alegraba de que fuera su teléfono personal y no el que usaba para trabajar. Intentaba, sin éxito, desviar su atención, ocupada por la chica del cruce que no pudo alcanzar, hacia los negocios e importantes reuniones que le esperaban en la capital británica. Ojalá pudiéramos cambiar los pensamientos que tenemos en nuestra cabeza con la misma facilidad con la que cambiamos de canción de una playlist.
«Ojalá pudiéramos cambiar los pensamientos que tenemos en nuestra cabeza con la misma facilidad con la que cambiamos de canción de una playlist.»
Ella dejó la copa de vino en una elegante mesilla de diseño y abrió las puertas de un espacioso armario repleto de vestidos, faldas y blusas de todos los estilos, tejidos y colores. Algunas prendas todavía tenían la etiqueta puesta, pero la lógica femenina es frecuentemente incomprensible para muchos hombres: no importa si tienes cinco vestidos o cincuenta, los hayas llevado 10 veces o ninguna, si ya está en la percha de tu armario — no es nuevo, y por lo consecuente — no tienes nada que ponerte.
«…la lógica femenina es frecuentemente incomprensible para muchos hombres…»
Se sentó en la cama mirando al guardarropa como a una película cuyo trama no llegas a entender del todo, tomó otro trago del rosé y la decisión de que tenía que comprarse algo para esa cita tan especial. A pesar de no ser compradora compulsiva, como algunas de sus amigas, sabía que la ocasión merecía la pena; no podía estar guapa, tenía que estar despampanante. Sin pensarlo mucho decidió que el outfit perfecto estaba aún por encontrarse.
El avión tomaba tierra en el aeropuerto Heathrow de Londres, y el mismo teléfono volvía a sonar en la guantera de un lujoso coche aparcado en un garaje de Madrid. Sin obtener respuesta. Sommer volvió a marcar, cambiando los dígitos.
— Gracias por llamar, — se escuchó una respuesta irónica al otro lado del aparato.
— Perdona, no pude hacerlo antes, tuve varios imprevistos antes de coger el vuelo, — contestó el joven a su hermana. — No sé dónde he metido mi móvil personal, pero si me necesitas, llámame aquí hasta que me haga un duplicado de la tarjeta SIM.
Tras despedirse como si nada hubiera pasado, el nórdico subió a un taxi dirección South Kensington y comenzó a revisar las varias notificaciones, que le llegaron mientras estaba fuera de cobertura; empezando a leer mensaje que le dejó su amigo madrileño, sintió un frenazo en seco y todo oscureció en sus ojos.
A casi 2000 kilómetros, en ese mismo momento, la elegante botella de líneas curvas caía al suelo de la terraza con vistas a una tranquila calle, rompiéndose en pedazos y derramando todo el contenido que se dejó por disfrutar. Asustada por el ruido, la rubia se asomó para ver qué había pasado, y tras ver el panorama, con gran pena empezó a recoger los cristales. Sintió un pinchazo en el dedo anular del que empezaron caer gotas de sangre que se disolvían en el charco de rosé que se quedó sin consumir. Siempre había aguantado bien esas pequeñas heridas sin importancia, las palabras la solían herir más. Terminando esa imprevista labor, miró el reloj que ya marcaba las 16:30 y tras curarse el corte apresuradamente, salió por la puerta en búsqueda de ese vestido que la enamore y para enamorar.
«Siempre había aguantado bien esas pequeñas heridas sin importancia, las palabras la solían herir más.»
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